Todavía quedan jacarandas y sus flores cubren el pasto como un tapete morado. El sol ha sido intenso y quema. Aún así, lo disfruto.
El sol puede dañar la piel y ocasionarle enfermedades serias y es además la causa principal de su envejecimiento. Ya lo sé, pero hoy no importa.
Recientemente, tuve ocasión de estar cerca de mujeres maduras. Casi todas ellas tenían arrugas en el rostro , además de los brazos, los hombros y el pecho, donde también abundaban las pecas y un envidiable color tostado. Dicen que antiguamente, el ideal de belleza consistía en intachables pieles blancas de alabastro. El color bronceado suponía trabajo físico al aire libre, bajo el sol, y era propio de clases no privilegiadas.
Ahora es distinto. Al ver las pieles de esas mujeres, que horrorizarían a los dermatólogos, quise adivinar que eran el resultado de muchos ratos al aire libre, en el mar, el campo, fruto del deporte o de actividades gozando la naturaleza. Quizá algunas de esas pieles habían envejecido prematuramente al asolearse tanto o tenían la huella de las penas de la vida. Pero la actitud jovial y divertida de estas señoras, sus ganas de vivir y disfrutar el mundo, por encima del aspecto de su piel, me ha hecho reflexionar sobre la belleza verdadera.
Esas pecas, manchas y arrugas eran marcas de horas al sol, pero eran reflejo de lo que han vivido, eran también marcas de vida, a las que no hay que temerles.